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ROSES

PUM PUM PUM.
El primer disparo lo detuvo. El segundo lo derribó, y el tercero lo hizo añicos y lo convirtió en polvo.
George levantó la mirada y vio a un hombre de bronce deslustrado, desde las botas militares hasta la punta del casco. El artillero del monumento a los caídos le devolvió la mirada mientras abría el revólver que llevaba en la mano, se deshacía de los casquillos usados y volvía a cargarlo con un movimiento ágil y sin siquiera mirarse las manos.
Recargó el revólver con tanta rapidez que cuando lo cerró de nuevo los casquillos usados aún tintineaban a los pies de George.
Stonheart
<<Corazón de piedra>>
Charlie Fletcher,
Prólogo
Nueve en punto. Ni un alma en el camino de tierra que se veía golpeado por el paso del tiempo.
A la izquierda una taberna, un hotel y pocas casas hechas de madera conformadas por un solo cuarto. A la derecha una construcción, más grande que una casa pero menor que la taberna, se alzaba. Única, imponente y retadora. La puerta era de madera, retocada con remaches que aferraban trozos de metal para impedir que fuera forzada. El material con que estaba hecha se veía carcomido por el paso del tiempo, así como su pintura se quejaba por los ataques del sol.
CLACK.
El trozo de madera reforzado lentamente fue haciéndose para dentro, pariendo a un hombre de casi dos metros vestido con un poncho café que le cubría desde los hombros hasta las rodillas. Llevaba un sombrero de ala larga que impedía ver su rostro lo que, sumado a la hora y a que era el único que asomaba en aquel pueblo, agregaba misticismo a su imagen.
El sujeto avanzó un pie. La arena, caliente aún, se movió bajo su pesada bota y le quitó lustre a su recatado negro. Cuando avanzó el otro la arena volvió a golpearle. Él, que por la insignia de la rosa de los vientos marcada en su poncho daba a entender que era quien tenía autoridad allí, se levantó el sombrero con una de sus manos, tenía callos y estaban sucias por el trabajo. Se relamió los labios antes de hablar para sí mismo, quizá se empezaba a volver loco.
-Que me disparen si esta noche es normal.
Se terminó de quitar el sombrero. Dejó ver una barba corta, que le recubría sólo el mentón y una línea bajo los labios, que por cierto eran anchos. Los ojos lucían amenazadores pero tranquilos al mismo tiempo, estaban entintados de un verde esmeralda que contrastaba con su tez poco clara. Bajo el poncho llevaba un jersey otrora blanco, que gracias al desierto había adquirido un tono café-desagradable, y por pantalones llevaba unos de manta, que rosaban con el suelo.
Caminó con sombrero en mano, se detuvo a mitad del camino y volvió a hablarse:
-Apesta a perro mojado. Pero aquí dejaron de existir los perros…
Movió nuevamente los pesados pies, con la mirada fija en la puerta de la taberna, que emitía una luz baja, dubitativa.
Posó su gran mano y empujó la madera, que cedió acompañada de un rechinido. Dentro estaban sólo el tabernero, limpiando un tarro, y pequeños grupos de gente. No más de tres por grupo, y no más de cuatro grupos. Siguió avanzando, ahora sobre la dura madera que cubría todo el suelo, lo que hacía que sus pasos retumbaran en todos los rincones.
Miró a su derecha mientras iba de camino al tabernero. Vio un grupo. Tenían cartas sobre la mesa, y el sujeto que le daba la espalda tenía dos ases en la mano: diamante y corazón. El que estaba a su izquierda soltó el as de tréboles, el del par lo tomó enseguida y con un movimiento ágil de muñeca tuvo póker.
El hombre de la rosa de los vientos volvió su mirada al tabernero, a quien tenía ya enfrente, sólo separado por la barra. Él le contuvo la mirada por menos de un segundo, luego se dio la vuelta y tomó un tarro, se giró y le habló:
-¿Agua santa? –Esperó respuesta, cuando el sujeto del poncho asintió con la cabeza inclinó una botella de cristal en el tarro, hasta tope. Lo pasó al gigante y esperó a que éste soltara un tema de conversación.
Cuando pensó que no diría nada se giró, pero aún así alcanzó a oír hablar al de la rosa.
-La noche está más fría que de costumbre. –Dijo, posando el tarro ahora vacío sobre la barra. Quien había servido se volteó para mirarle.
-Es la luna. –Escupió al suelo, como si lo que acabara de decir fuese una blasfemia que se pagara con la muerte, en el mejor de los casos– Ya sabes, dicen que estamos en las últimas.
El sujeto de enormes proporciones hurgó sus bolsas y encontró una moneda de plata, cien kvers. Los dejó sobre la barra y miró a los que jugaban póker. Rió para sí mismo cuando abrieron sus manos: en la mesa habían dos ases de picas. El grupo, que hasta ahora examinó con detención, estaba formado por dos hombres de edad respetable y un joven que apenas pasaba los veinte años. Tenía pequeños brotes de barba y cara infantil. Allí no eras hombre hasta los treinta. El del póker de ases era uno de los más ancianos, y el del segundo as de corazones fue el chico, que se levantó de la mesa de un salto y empezó a gritarle al viejo. El tercero del grupo, que hasta ahora no había dicho nada, tanteó su muslo y subió una daga, lo señaló y le gritó que se calmara, que sólo era un juego.
El gigante se adelantó hasta su mesa, metió una mano por debajo del poncho, a la altura de la cintura, y la dejó allí. Miro al de la daga y este la bajó, como sí él fuese la máxima autoridad.
-¿Timando ya, Ar? –Le dijo. “Ar” era un nombre raro, pero en el desierto, con el sol volviéndote loco y la luna matándote, eso es lo que menos importaba.
-Larguémonos Az –hizo una pausa y luego agregó en tono burlón, junto con una reverencia-, Mandamás nos volvió a descubrir.
Az, que era el mayor de los dos hermanos dejó sus cartas en la mesa y escupió al suelo de madera. Parecía tradición. Ar caminó tras él, siguiéndole el paso.
El chico que aún llevaba cuatro cartas en la mano habló a Mandamás, como le habían llamado.
-Te debo una.
-Me debes más de una. –Replicó el del poncho.
-¿Y a nombre de quién la pagaré? –Cuestionó el joven.
Le miró fijamente. Aparte de la barba apenas perceptible y la cara infantil, vio que sus manos eran delgadas, finas. Como si no fuese de por allí. Ni una marca en las manos mostraba que fuese un hombre de trabajo, y su ropa, que consistía en una camisa azul remangada a los codos y un pantalón de manta blanco, tampoco demostraba que fuese un hombre rico.
-Niche –Espetó el hombre gigante, que le dio la espalda antes de responderle siquiera-. Y más te vale largarte del pueblo, Az y Ar suelen ser vengativos.
El chico, que respondía al nombre de Gha, vio a Mandamás soltar algo bajo su poncho y dejar su mano al costado, ahora más tranquila. Como si se alegrara por haber evitado algo muy malo.
Se dio la vuelta y caminó fuera, cuando estuvo por salir las puertas de madera se abrieron de par en par. Gha se arrojó al suelo y se refugió bajo una mesa.
Niche se llevó la mano derecha a debajo del poncho y tomó algo que hasta ahora guardaba con recelo: Un revólver con tambor de seis cámaras. Era negro cual noche, y delgado, muy delgado.
Alzó la mano y apuntó hacia la puerta, abierta de par en par pero sin nadie que la hubiese movido. Sólo veía sus jaulas, de donde había salido hace apenas unos minutos.
-¡Lárguense todos! –Rugió mientras golpeaba el tambor del arma para comprobar cuantos proyectiles quedaban, sólo dos. –Hoy tenemos un lobo… -Agregó con tono burlón.
Giró el revolver hacia la derecha, sobre su muñeca, para cerrar las cámaras, amartilló y miró hacia arriba. Sólo el techo de madera y unas lámparas le saludaron.
Los pequeños grupos habían optado por hacer caso a Niche, Mandamás. El tabernero se había refugiado bajo la barra.
El gigante siguió buscando con la mirada, pero no encontraba nada fuera de lugar. Todo estaba donde debía estar, menos la mesa que Gha había volcado para esconderse.
Oyó una botella romperse en la barra, eso le bastó para alzar el revólver y tirar del gatillo.
-¿Dónde estás? –Ahora intentaría intimidarle, había gastado una bala y la última que tenía debía ser para dar el golpe de gracia. Amartilló y bajó el cañón, que sacaba el fantasma de la pólvora poco a poco, la punta había cambiado del color negro al plata en un santiamén.
-Lo sé, los lobos son unos desgraciados que cazan de noche ¿Pero sabes qué? –Seguía buscando con la mirada algún punto que estuviese fuera de lugar- Me pagan por matar aberraciones como tú, y lo disfruto.
Un foco se movió, levantó el arma y estuvo a punto de tirar del gatillo, pero no había ya nada allí arriba. Fuera se oyó el grito de una niña. Niche corrió aún con el revolver en la mano, el poncho le hacía parecer un fantasma.
Detrás, la mesa en que estaba Gha se movió.
Vio al frente, delante de él, a menos de dos metros, un licántropo había desmenuzado a una niña de no más de diez años y le empezaba a roer el vientre. Al lado una de las casas ya no tenía puerta y dentro una mujer gemía de dolor por la perdida de su hija, quiso pensar el gigante.
Éste apuntó directo a la cabeza del lobo-hombre y tiró del gatillo. Soltó sólo un gemido antes de quedar tendido sobre la tierra. Niche se relajó. Por la mañana solamente tendría que recoger el cuerpo de un hombre con la mitad de la cara destrozada y el de media niña, para arrojarlos a los buitres. Pateó el cuerpo del lobo por simple desquite, hurgó en la bolsa izquierda, sacó el tambor y tiró los casquillos usados, estaban calientes aún y despedían un hipnótico olor a pólvora. Metió dos balas que había encontrado en su bolsa y volvió a acomodar las cámaras. Se giró y salió volando hacia atrás. Soltó su revólver, que había ido a atorarse junto al cuerpo de la niña. Ahora él estaba a merced de otro garou.