por ELDORODWEN el Mar Oct 25, 2005 11:50 pm
Cuando Drogbar llegó a casa a la mañana siguiente se encontró a dos miembros de la guardia de la ciudad en la puerta. “Entonces, ya está hecho”, reía en su mente. Disimuló muy bien su sorpresa al llegar a la puerta. Miró con aire pasmado a los soldados y se llevó la mano al corazón.
- ¿Ha pasado algo? ¿Mi familia está bien?
- Joven, el oficial le dará más información. Sabemos que es un asunto delicado, no es para tratarlo en la puerta de la calle. Le están esperando –los soldados abrieron paso e inclinaron la cabeza en señal de respeto.
Al entrar en casa, Drogbar oyó los lamentos de su madre que llegaban desde la biblioteca, a la izquierda de la escalinata. Se dirigió a la carrera para disimular y entró bruscamente en la sala. La escena era de la tragicomedia más típica de las que había leído: su madre estaba llorando en el hombro de su hermana, las dos en el sofá, mientras el oficial con una nota estaba en el sillón de enfrente. Como era temprano aún no habían preparado el fuego de la chimenea pero los rescoldos iluminaban fugazmente a los tres con un aire tétrico que al muchacho, sin embargo, le pareció cómico, irónico. Iluminados con el color de la sangre que una vez vivió en ese hogar. Junto al sofá había un cajón de madera con las cosas de su padre, les habían llevado la espada, el escudo y el sello que siempre llevaba al cuello. Sabía que el cadáver lo llevarían al Templo de Urkan, donde tratarían de averiguar qué sucedió. Después lo dejarían en manos de los monjes de Karnu, Conductor de las Almas y Señor de los Muertos. Más ironías aún: los dioses, hermanos; los templos, uno frente a otro. Y la gente se acordaba más de Karnu cuándo éste se les acercaba en lugar de dar las gracias a Urkan por cuando su hermano no les veía. “En el fondo todos somos Oscuros. Maldita hipocresía. Algún día la gente se enterará”. Los tres volvieron el rostro hacia él. El soldado se levantó de inmediato y le tendió una mano para indicarle que se acercara y tomara asiento.
- Joven Drogbar... Esta noche su padre ha sido asaltado. Lo lamentamos mucho, ha muerto. Sospechamos que se tratan de rivales comerciales pues según parece le atacó gente competente y para hacer algo así deben ser mercenarios a sueldo. Estamos haciendo lo imposible por averiguar qué ha sucedido. Lamento, además, dadas las circunstancias, reclamarle para un asunto oficial. Traigo esta notificación de palacio para usted. Ahora debo retirarme. Mis condolencias, nuevo Señor de la Cobra –el hombre le estrechó la mano, le entregó la nota y se encaminó hacia la puerta. Una doncella de la servidumbre estaba junto a la biblioteca lista para acompañarle fuera.
Nada más salir el guardia. Se acercó a su hermana y a su madre, cogió con cada mano una de las suyas y las besó. No cabía dentro de sí. Lo que ambas mujeres creyeron un arranque de ira mientras juraba que las protegería era para Drogbar una carcajada en su alma. Por él, que se quedaran su hermana y su madre con el negocio siempre que pudiese disponer de fondos. Él tenía cosas que arreglar con Varek, y eso requería tiempo. No, mala idea. Él llevaría los negocios. Si él controlaba, nadie más le ordenaría.
Suponía lo que decía el escrito oficial. Le llamaban para que se encargase de algo importante a causa de los problemas con los bandidos, seguro. De camino a casa, los madrugadores mercaderes comentaban que los asaltos iban en aumento y que ésa noche había sido funesta para los que iban solos. Estaba deleitándose detrás de la mesa con el sobre en las manos, regodeándose en su sillón. No quiso aún entrar en el de despacho de su padre, había que guardar las apariencias. Las dos mujeres se habían entregado inmediatamente a preparar una recepción en la casa para los más allegados así que él se excusó con el pretexto de hacer unos comunicados para sus compañeros de estudios. Abrió el sobre, las manos le temblaban. Desdobló la notificación. Estaba sellada por el propio Varek. “Maldición, ya no me sabe igual”. le requería para tratar un asunto de máxima importancia en privado a la mañana siguiente, antes del mediodía. Interrumpiría sus clases de Historia, pero le daba igual. Últimamente hasta los profesores le resultaban insidiosos. Un escalofrío le recorrió el espinazo. Algo no iba bien. No podía ser que el tema de su padre aún le molestase, ¿o acaso se había empeñado en hacerlo desde el más allá...?
-- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- -- --
(OS PIDO, COMO LA VEZ ANTERIOR, QUE ME DEJÉIS LLEVAR ESTA PARTE A SOLAS. MUCHAS GRACIAS Y BESAZOS A TODOS.)
El sacerdote tenía cruzados los brazos en la espalda e iba y venía a un lado del cadáver del comerciante. En la cripta del Templo de Urkan hacía un frío casi sobrenatural y eso era fundamental para la conservación de los cuerpos hasta que concluían las investigaciones. Tendían los restos en mesas de piedra, enormes bloques dispuestos alrededor de la cripta. Sabía que el antiguo Señor de la Cobra era alguien conocido no sólo por su fortuna sino también por ser buen guerrero. Era tradición familiar que los descendientes, independientemente de su sexo, dedicaran parte de su tiempo al manejo de las armas. Y eso le preocupaba. Un hombre tal formidable como de la Cobra no parecía posible de derribar por cualquiera. Y lo que era peor: tampoco sabía de nadie que en ese momento tuviese ganas de ensañarse con él. Tenía un mal presentimiento. Se quitó la túnica que usaban para trabajar, la dejó sobre una mesa auxiliar de madera en el centro, se lavó las manos en un lebrillo de agua con esencias y subió las escaleras hacia el despacho de su superior. En el claustro hacía frío, el invierno se aproximaba. Aún quedaban hojas en los árboles que resistían al paso del tiempo. Llamó a la puerta del Prior del Templo y una voz anciana pero autoritaria le pidió que pasara. Al entrar, el sacerdote inclinó respetuosamente la cabeza y se llevó la mano al corazón. El anciano Prior alzó los ojos del libro, dejó con mucho mimo la pluma junto al tintero y cruzó los brazos. Miró hacia la puerta con ojos dudosos.
- ¡Um! ¡¿Aam?! ¡Ah, eres tú, joven Tzemuinocoalt! Tener que hacer caso al final a mi ayudante y esos famosos anteojos gnomos comprarme... Pero bueno, dime, ¿qué preocupación te trae aquí con esa cara?
- Siento interrumpirle, padre Olegario, pero tengo un caso, supuestamente de asalto y robo en un callejón la noche pasada, que me da mala espina. Quisiera pedirle su opinión acerca del fallecido, de los restos...
- ¡Oh! ¡Aam! Bueno, ¿por qué no? Más que de sobra tengo tiempo ahora y estirar las piernas bien me viene –mientras se levantaba cogió su báculo junto al asiento y frunció el ceño-. No, éste no es. El báculo a la izquierda de la entrada pásame, en el soporte, gracias. ¿Y la túnica para trabajar? Eso es, vamos allá. Y dime, hijo, ¿cómo es que con tu pueblo no te quedaste y tus dones para hacerte chamán no usaste?
- Es una larga historia, padre. En resumidas líneas, llegaron corsarios mercenarios, arrasaron y los que quedamos nos instalamos por aquí. Pero vayamos al caso, padre. Verá, el cadáver tiene signos de lucha evidente al menos con cuatro personas, una de ellas le disparó una saeta de ballesta. Y, además, signos de haberse chamuscado por dentro... algo rarísimo, como si le hubiese caído un rayo.
- Pero tormenta no hubo anoche, hijo... Y de habido haber, el rayo alcanzado no le hubiese dentro del callejón, antes en un tejado daría. Eso con la intervención de un mago nos deja. Y en la ciudad de que halla alguno de esas características noticia no tenemos, informarse bien la guardia procura de quién llega y quién se va. Tal vez decidió manifestarse anoche... Pero sigue, hijo.
- Estoy de acuerdo con usted, padre. Pero aún hay más: ¿cuatro personas muy competentes para acabar con un hombre muy conocido? ¿A base de mazazos, rayos, saetas y espada? Eso me huele a venganza personal, no a un grupo de rateros. Alguien quiso que acabara bien muerto. Y no puedo saber cómo fue porque algo oscuro rodea al difunto, como si quisiera velarme la verdad.
- ¿Algo oscuro, dices? Preocupado me tienes, hijo –comentó frunciendo el ceño y mirándole a los ojos-. Veamos pues ahora qué te preocupa.
Ya estaban frente al cadáver del de la Cobra y, tras haberse purificado las manos y puesto la túnica, el anciano extendió sus manos por encima del cadáver. Cerró los ojos y murmuró una plegaria. Las manos brillaban tenuemente con una luz dorada, parpadeante. El anciano se asustó y se apartó.
- Atacado por un gran mal este hombre ha sido, no hay duda. Pero lo peor lo que he notado no es, sino lo que no me deja ver. De este modo a los asesinos no atraparemos. ¿más pistas tienes, hijo?
- Las saetas que se usaron: creo que coinciden con las encontradas en algunos mensajeros abatidos en estos días. Y también uno de los cadáveres estaban rodeados de un halo de oscuridad.
- ¡Por ahí empezado deberías! Eres hábil, joven urkanita, no te infravalores. ¿Las saetas mostraste al cuerpo de exploradores urbanos de la guardia?
- Sí, padre. Tratan de averiguar qué tipo de ballesta las disparó.
- ¡Bien, hijo! En llamarme has hecho bien no obstante. Mantenerme informado debes. Ahora a descansar me retiro.
Se quitó la túnica, se purificó de nuevo las manos y subió las escaleras no sin cierta dificultad. Tzemuinocoalt suspiró, miró al cadáver y fue a la biblioteca para hacer sus anotaciones.