por oasget el Sab Ene 26, 2008 9:52 pm
-III-
Revisas el boleto mientras esperas a que los demás suban. “21” Pone bajo los números que marcan la hora de partida. “Bien -Te dices con tono sarcástico-, me toca en el pasillo”.
Esperas un poco mientras todos suben, miras cómo un señor de edad avanzada casi cae, pero, alguien seguramente de su familia, le toma por el brazo y le hace subir, mientras un “alma buena” le ayuda empujándole por la espalda.
Es tu turno, te preguntas con quién te tocará compartir el lugar. Caminas por el estrecho pasillo empujando a los demás para poder llegar hasta tu lugar. Aún está vació el lugar que tienes al lado. Decides no esperar a quien sea que fuese allí y te sientas en el tuyo. Te sientas y subes una pierna para acomodarte mejor, tomas el libro de debajo de tu brazo y lo empiezas a hojear. Pasas al final para ver qué leerás primero.
Te decides por “El Wama”, el titulo fue lo que te llamó la atención. Pasas el primer párrafo cuando una voz te interrumpe. “¿Me das permiso?” Decía una voz femenina, cerraste el libro, poniendo tu dedo por el medio para no perder la línea en que ibas. Miraste a la dama, no se veía nada mal. Después de un segundo recordaste su pregunta y soltaste débilmente “Claro… perdón”. Sabías que con ella sería tu paseo por esas cinco horas, pero te volvió a sacar de tu pequeña burbuja diciendo “Ven, aquí es tu lugar.” Mientras encaminaba a un anciano hacia ti. Te diste por vencido y volviste a leer el libro mientras el anciano pasaba frente a ti.
“Bonito día ¿No, joven?” Te dijo el viejo con voz un poco ronca, pensabas no responderle, pero él siguió hablando. “¿A dónde se va?”. Volviste a cerrar el libro y le dirigiste una sonrisa y, con voz suave agregaste: “Espero que no a donde usted”. Volviste al libro. El anciano no pronunció ninguna palabra en todo el viaje que siguió.
Al terminar los primeros tres cuentos sentiste mareo, cerraste el libro y con el tus ojos. “Solo necesito descansar” Intentabas reconfortarte a ti mismo. El anciano estuvo a punto de preguntarte cómo estabas, pero al abrir tus ojos se giró hacia la ventana y no dijo nada.
Intentaste dormir, en serio que lo intentabas. Pero, en cada intento, volvías a ver la casa “212”.
Era una pequeña casa de sólo dos o quizá tres cuartos, nunca te lo preguntaste. Por fuera estaba pintada de un color amarillo que día con día era roído por el sol. El “212”, pintado con un extraño color naranja, parecía escurrir un poco de su pintura cada día… hasta borrarse. Sus ventanas, por fuera con barrotes negros y por dentro tapadas con maderas, te aterraban, de día sabías que allí no había nada, pero de noche te convencías de que alguien te miraba desde allí. Pero sabías que sólo era la imaginación de un niño… la imaginación de un niño y nada más.
Quizá por eso nunca le dijiste a tus padres, era por eso o por temor a que te llevaran una noche para decirte “¿Vez? Aquí no hay nada, así que no molestes más”, eso claro, en sus palabras, te lo explicaban, pero si cualquiera pasaba, claramente te aseguraba que eso eran gritos y no palabras.
Una noche te aventuraste tú solo. Un día antes de que se mudaran. Te equipaste con una lámpara, un palo y toda la valentía que pudiste juntar a los ocho años, y te aventuraste a la casa 212. El pánico te recorrió al estar solo, quisiste correr y no hacer nada, al fin y al cavo nunca volverías. Pero por alguna extraña razón tu lámpara te daba ánimos. Así que te acercaste al patio, uno pequeño, de no más de diez metros cuadrados, lleno de pasto crecido, te llegaba hasta los tobillos y eso ya te empezaba a dar miedo.
Caminaste iluminando por segundos el suelo y después el camino. Llegaste frente a la puerta y no pasó nada, ninguna sombra parecía abalanzarse sobre ti, ni un extraño ser abrió la puerta para llevarte dentro y que no salieras nunca.
Solo te acercaste y tocaste a la puerta, después de esperar un tiempo y no tener respuesta, fuiste hacia la ventana. Intentaste alumbrar dentro con tu lámpara, pero las tablas te bloquearon el camino. Te giraste, seguro de que nada ocurriría. Caminaste tranquilamente, con mucho sueño. De pronto sentiste un escalofrío, giraste y viste la puerta abierta. Temblaste un poco y no pudiste moverte. Alumbraste rápido. No había nada… Como antes, ni una sombra se te abalanzó ni ningún extraño ser te llevó dentro. Te tranquilizaste y acercaste para cerrar la puerta, antes de eso dirigiste tu lámpara dentro y diste una rápida mirada. Una pequeña mesa de madera se adueñaba de todo el cuarto principal. Sobre él, un vaso roto reposaba con un poco de agua de un tono raro. Sonreíste vagamente y tomaste el pomo de la puerta, lo giraste lentamente y lo jalaste hacia ti, para cerrar.
Viste un extraño peluche tirado debajo de la mesa que te hizo detenerte e ir por él. Era una figura extraña, parecía un lobo. Por el tiempo y los gusanos había perdido la mayor parte de su forma y también sus ojos reemplazados por botones, de los cuales uno estaba colgando. Sentiste asco y ternura al verlo. Lo tomaste y pensaste que si lo limpiabas bien, sería un perfecto muñeco.
Con el lobo, o lo que fuera, en manos te giraste y viste tras de ti, en las tablas, el cuerpo de una niña de tu edad. Llevaba un vestido blanco hasta los tobillos y unos zapatos negros, sus calcetas blancas adquirían un extraño tono rojo. Llevaba un cuchillo que perdía el brillo por el medio del vientre, casi vomitas. Estaba pegada a las tablas por un alambre de púas que le sujetaba desde la cabeza hasta los pies… Tu estomago ya no aguantaba, tiraste al lobo y te tapaste la boca con las manos. Te importó más la imagen que veías a que el lobo tuviese años allí.
Querías salir gritando, pero algo te lo impidió… “Qué mal…” Te dijiste intentando reconfortarte, pero no sirvió. Al final tomaste control de tus pies y caminaste hacia la salida, tranquilamente. A mitad una voz suave y tranquila te habló, al inicio no comprendiste lo que te decía, quizá por eso volviste a la imagen de la niña con el cuchillo. La miraste con tantas ganas de vomitar que si algún día vomitabas no podrías contenerte en horas.
La voz no volvió a sonar en los pocos segundos que la miraste, así que bajaste la mirada hacia el suelo de tablas y estuviste a punto de caminar, pero la voz habló una vez más. “Déjame… ¡Déjame!” Gritaba. Volviste tus ojos hacia la niña… El alambre de púas empezó a enterrársele un poco más, como si tuviese vida propia, ahí sentiste la cena en la garganta, pero aún pasó algo más…
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